A inicios del siglo XX las ciudades experimentaron una explosión en tamaño y población. Las urbes más grandes pasaron de contar de cientos de miles a millones de habitantes. Edificaciones cada vez más altas, cada vez más juntas, la ciudad se fue apretujando sobre sí. Nuevas formas de desigualdad nacieron en las crecientes urbes. Una de éstas fue la injusta distribución de la luz. la desigualdad lumínica.
La luz natural, que antaño iluminaba las calles y hogares fue opacada por la sombra de los altos edificios y las nubes de smog. En los sótanos, dos o tres pisos bajo tierra, la luz natural no encuentra su camino a quienes se ven forzados a vivir bajo el nivel del suelo. Muchas personas continúan hallando su único refugio en las desventanadas bodegas de pocas bombillas que no ayudan a despejar la oscuridad.
En 1926, el médico Ernest W. J. Hague señaló, en un artículo publicado en The Public Health Journal, las consecuencias que podría tener, en la salud, el insuficiente acceso a la luz natural en las grandes ciudades. En aquel texto, el doctor subrayó la necesidad de tomar medidas ante este problema a la vez médico y social. En una época en que se extendía el uso de la luz artificial por las ciudades del mundo, la luz natural iba en retroceso. Noventa y dos años después el problema persiste.
Corrientes arquitectónicas han procurado diseños que permitan el aprovechamiento de la luz natural, tanto para hacer más eficientes los edificios como para no privar a las personas de los beneficios de luz solar. Sin embargo, esta arquitectura rara vez ha sido pensada para aquellas personas que se amontonan en las periferias, en los hacinados espacios de los centros de las ciudades o que viven en lugares que ni siquiera fueron pensados para ser habitados. Esta arquitectura, de grandes espacios y amplios ventanales está muy alejada de la realidad ensombrecida de miles de habitantes de las inmensas urbes.
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