En los años 90, el despliegue de las tecnologías inalámbricas de comunicaciones vino acompañado de voces de alarma que asociaban antenas y teléfonos móviles a diferentes patologías, generalmente cáncer. Con el paso de los años, estas alertas se han generalizado y multiplicado. Cualquier dispositivo inalámbrico que emita ondas electromagnéticas de radiofrecuencia parece ser susceptible de producir múltiples efectos nocivos sobre la salud.
Pero el tiempo y la ciencia han demostrado que no hay por qué preocuparse. En las condiciones habituales de exposición –por debajo de los límites de seguridad establecidos por la Comisión Internacional para la Protección ante Radiaciones No Ionizantes (ICNIRP, por sus siglas en inglés)–, no se han reproducido efectos biológicos en las personas.
De existir una relación causal entre la exposición personal a estos campos y la salud, estaríamos experimentando la mayor pandemia a escala global nunca sufrida por la especie humana. Prácticamente todos los lugares están expuestos a esta radiación y, por tanto, poca es la población que estaría plenamente a salvo.
A pesar de las alarmantes advertencias de los movimientos antiantenas, no se ha producido un incremento significativo de casos de cáncer que pudieran estar asociados a este supuesto agente agresor; tampoco el de otras patologías o síndromes como el denominado hipersensibilidad electromagnética.
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